Opinion

Fecha de publicación: Domingo, 01 de Abril de 2018 Hora: 08:39:55

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Casi un niño, el joven José se sentaba en las escalinatas del puerto a ver llegar las chalupas, se acomodaba bajo la sombra de un árbol de mango y dejaba que el aire caliente de las once de la mañana le diera en la cara y lo obligara a entrecerrar los ojos.

A esa edad ya sabía leer y en la primera hoja de un cuaderno que escondía debajo de su almohada, podían verse sus primeras letras: "pertenece al niño José Benito Barros, El Banco, Magdalena, año 1923".

Los padres del que sería una de las glorias de la música colombiana, José María y Eustasia Palomino, cabezas de un hogar de costumbres pulcras y honradas, tuvieron el cuidado de conducirlo desde corta edad, por los caminos de las cartillas y las tablas de contar, además de que ya habían llegado al pueblo unos maestros enviados desde Santa Marta.

Fue uno de los alumnos que llevaban un banquito en la cabeza, un bolso de lona y un jarro de peltre.

En casa sabían que Jose Benito no andaba muy lejos, se juntaba con otros muchachos de su misma edad, pero pronto fue creando su propio mundo, escuchando las historias de los chaluperos y los pescadores, de los pasajeros fatigados, buscadores de horizontes, de comerciantes que traían telas y adornos para las casas, de mujeres vestidas de colores encarnados que, mucho tiempo después, serían mencionadas en sus canciones como "Momposina", un verdadero torrente de poesía que parece ser un resumen de la mujer de estas tierras costeñas.

Los mismos abuelos que le contaron las andanzas indomitas de Guillermo Cubillos, le refirieron como su pueblo vio arder 30 casas de palma, cuando una mujer desde una cocina del puerto intentó espantar con un tizón encendido a un gallinazo que se llevaba un bocachico frito entre las patas.

En ese momento, 1904, El Banco apenas tenía un poco más de cien casas de palma y bahareque, situadas a orillas del gran río Magdalena, de aguas turbias y de taruyas que parecen navegar hacia un mar que nunca podemos ver. Era esa la infancia normal de un niño de pueblo, la que iba alimentando el corazón de José Benito Barros Palomino en El Banco, cruce de ambiciones y de pasiones por su condición de puerto de río, los nombres de otros destinos Plato, Guamal, Pijiño, Chibolo, Tenerife, Maganguè, iban ocupando espacio en sus oídos, primero como mundos desconocidos quizás inalcanzables para su corta edad, después como escalas de paso para el viajero en que se convertiría con sus letras, escritas en el silencio de la noche o en sus ratos de descanso y llevadas a las más exigentes audiencias del mundo entero. Soldado en Santa Marta, buscador de oro en una infructuosa aventura por las montañas de Antioquia, cantante de cafetines entre trasnochadores y tomadores de aguardiente, José Benito Barros se encontró entre la primera oleada de incrédulos curiosos y aterrados que vieron sacar de entre los restos calcinados de un avión a Carlos Gardel, en ese junio de 1935, que ya no sería olvidado por los estupefactos admiradores del "Zorzal Criollo".

Ya adulto, José Barros, adquirió de su tierra más fortaleza para su carácter de poeta y del libre pensador que fue, como lo revelan todas sus letras, graciosas, divertidas, coherentes y factibles dentro de su fantasía.

Los nombres de las canciones de José Barros son una crónica emocionada de la vida misma: "El vaquero" "La Piragua" "El gallo tuerto", "La Bruja de Tamalameque" y cientos de historias que se grabaron como boleros, guarachas, paseos, tangos y hasta canciones de cuna.

El nombre que Josè Barros le dio a su conjunto "Los Trovadores de Barú" no es nada distinto a una evocadora y perenne alusión poética dedicada a Cartagena, ciudad que siempre estuvo en su corazón donde viven coleccionistas y admiradores de su obra.

Todos hemos bailado, alguna vez, una canción de José Barros.

José Barros fue un hombre de principios, varias veces leyó conmovido el imborrable texto que José María Vargas Vila escribió para el magno monumento a los liberales que cayeron y perdieron sus sueños de libertad y democracia, en la Batalla de La Humareda, el 17 de junio de 1885, ocurrida no muy lejos de donde, aún casi un niño, se sentaba a ver llegar las chalupas llenas de pasajeros con sus sueños poco probables.

José Barros nos dejó para cumplir la cita que nos une el 12 de mayo de 2007.

Siento escuchar aún su voz ya temblorosa, en una conversación, que hoy evoco como un homenaje.

"Sólo se es esclavo si se quiere y si falta valor para morir", dejó escrito Vargas Vila a los valiente soldados de Manuel Murillo Toro, a un costado de la plaza, en esta tierra de antiguos chimilas, bautizada como Nuestra señora de La Candelaria de El Banco.

Por Libardo Muñoz libardotelesur@gmail.com .

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