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Por EDGARDO PALLARÉS BOSSA
Es preciso remontarnos a las épocas de Pepe Botella, quien al llegar a España a tomar las riendas de ése país, ordenó la lidia de noventa toros, quizá orientado para volver tangible su interés por la tauromaquia y así pretender acabar con la némesis de un espectáculo del cual recogían sus réditos quienes estructuraban el cimiento organizativo del toreo en la madre patria.
De allí partió el sincretismo que adobaba la tauromaquia que como era de suponer con el transcurrir del tiempo iba a sufrir variaciones en la reglamentación, como eliminando la puya de limoncillo por la de cruceta, tamaño de las aristas; estableciendo el peto de los caballos de picar, marginando así la ignominiosa arpillera que cubrían los despojos de los jamelgos muertos por los toros en plena guerra de la lidia.
Hoy, cuando en el Congreso de Colombia estamos ante la realidad de una prohibición del toreo en nuestro país, vemos con buen ojo una inminente reforma del toreo y así los enemigos de la fiesta bien podrían hacer ostensible una guerra donde no habrá vencedores ni vencidos.
Ya lo dijimos hace muchos años en el seno de la peña Cartagena de Indias y sólo unos pocos manifestaron su desacuerdo.
Reforma sí, prohibir no.
Sin embargo, los animalistas con sus tesis de seres sintientes no argumentan nada que aclare la desaparición o no de los toros de lidia; pero se les olvida que el primer defensor de los derechos humanos fue Abraham, quien en la biblia ofreció en sacrificio a Dios la muerte de un ovejo distinta a la de su hijo.
Pero de la biblia podemos saltar a la actualidad recordando aquellas palabras del filósofo Norberto Bobbio : en democracia nada se prohíbe.
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