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POR ALFONSO HAMBURGER – Periodista y Escritor
Ayer, mientras sepultábamos al pintor Duvàn Enrique Cerpa Reyes, en medio de cánticos, lágrimas y plegarias- saxofón y guitarra- me acordé de su abuela, la vieja Zenaida Rivera, quien murió hace algunos años cuando le faltaban solo seis meses para cumplir el siglo.
Cuando pasábamos de San Jacinto para Bajo Grande o regresábamos en mulos y burros, pagábamos un peaje natural en Las Palmas, quince kilómetros más allá de San Jacinto, después de subir y descolgar La Sierra, donde salía el caballo sin jinete abanicando los tiempos.
El peaje era una especie de changonga o bulla que los nativos- gente alegre y burlona- nos hacían sin querer hacernos daño.
Era una diversión, nada mas.
Nosotros les decíamos “Los ratones”, porque vivían en Las Palmas.
Y ellos nos decían “Los boquerosos” o cuchules, porque parecíamos pájaros asustados.
En toda la esquina de la plaza de Los Fandangos vivía mi tía madrina Carmen Hamburger de Tapia, en la casa más importante del centro.
Ella, estaba casada con un Palmero, Don Ramòn Tapia, lo que nos amparaba la estadía.
Hoy allí está la casa de la cultura.
Mi tía murió hace un mes en Barranquilla de 90 años.
Ella era nuestro refugio, porque apenas poníamos los pies en su casona, era como si fuese un consulado bajograndero y hasta allí llegaban las rechiflas, que eran más fuertes cuando pasábamos el campo de fùtbol, al lado del cementerio, donde se congregaba mucha gente a ver los intensos partidos de balones aéreos- nada a ras de piso- porque la cancha era atravesada por múltiples caminos: el de los burros, el de las vacas, el que venía de Bajo Grande o del arroyo y la huella de los carros que lo atravesaban para ir a Bajo Grande.
Con el tiempo y la guerra que vino después, todos nos fuimos aclimatando.
Nos volvimos hermanos.
Yo diría familia.
En el destierro de todos, nos volvimos paisanos.
En el exilio ya no éramos palmeros ni bajogranderos, sino de San Jacinto.
Y más que todo nos sigue uniendo la música de Julio Fontalvo, a quien Duvàn le hizo un retrato.
Cesar Reyes Rivera, tío de Duvàn, le gastó diez años de visitas nocturnas a Isabel Hamburger Vásquez, Chabe, mi prima, en Bajo Grande, hasta que se la conquistó.
Ella, mujer hermosa y blanquísima, ya había tenido un fracaso, pero había quedado más divina y altanera y no salía del rancho sino casada.
El hijo de ambos, Luis Alfonso Reyes Hamburger, ingeniero de comunicaciones, fue el primero que encontré en el sepelio de Duvàn.
Y cuento la historia porque la conozco.
Los Cerpa Reyes, descendientes de la vieja Zenaida, son un montón y casi todos se parecen.
Son fornidos, bigotudos ( como el bigote de Horacio Cerpa Uribe, su pariente) y de ojos pequeños, vivos.
Son gente de perrenque.
De modo que provenientes de la misma zona, desplazados por la violencia, cuando nos encontramos en Sincelejo, surge el afecto, que fluye con mucha facilidad.
Con Duvàn , era lo mismo.
Sabía de su arte y de su empuje, propio de los de nuestra tierra, gente de hablado cantado y de visión para el negocio y el desarrollo.
Un palmero no es capaz de pasar hambre.
Se le miden a todo.
Manejan un taxi, son abogados, prestamistas, enfermeros, todo lo que tenga que ver con el desarrollo familiar.
Y la vieja Zenaida, que llevaba la batuta, como la propia Úrsula Iguaràn, abuela de Duvàn, se hizo famosa a mediados de la década de los setenta, cuando Julio Fontalvo Caro, sacó al mercado del disco con los Caña guateros, su autobiografía titulada “El Bolivarense”, donde menciona a la vieja Zenaida Rivera, cantando Pedro García.
Carmen Delia Reyes Rivera, tía de Duvàn, hermana de Olga Reyes Rivera, que no vino ayer porque está enferma de la vista, fue la mujer más hermosa de Las Palmas en toda su historia.
Hasta el cura español, Javier Ciriaco Cirujano Arjona, muerto después por la guerrilla, se moría por ella.
Su nariz respingada, su mata de pelo negro, su tez trigueña y un lunar en el rostro, además de su elegancia, la hacían notar en toda la comarca.
Estudiaba enfermería y el galán quería el poder sanador de sus manos.
Y Julio Fontalvo, con lo alabancioso que era, al no poder conquistarla- tenían una diferencia de edad bastante grande- no tuvo más remedio que meterla en su biografía cantada, como habían hecho Calixto Ochoa y Carlos Huertas, con el cantor de Fonseca y el cantor de Valencia.
La estrofa que más impactó a los palmeros fue la que dice: “Soy el palmero enamorado y estoy pendiente de Carmen Delia/ y cuando vaya a las Palmas de pronto me da su amor, pero a la vieja Zenaida siempre le tengo temor, compadre”.
Fontalvo fue el ídolo más grande de Las Palmas- a quince kilómetros de San Jacinto- junto con José Manuel Tapia Fontalvo “Trocha”, quien fue gua charquero de Alejo Duran toda su vida.
Hoy todos están muertos.
Les seguía Duvan.
Con el éxito del Bolivarense, la vieja Zenaida, que era la mujer más noble del mundo, abuela de Duvàn, ella perdió su nombre de pila y todos le decían “La temor”.
Y nadie se molestaba por ello.
Ella asumió su papel de dama famosa con altura, hasta que murió a punto de cumplir cien años, en Sincelejo.
Duvàn era hijo de José Ángel Cerpa y Olga Reyes, hermana de Carmen Delia.
Julio Fontalvo vivió su mejor fantasía con Carmen Delia y en el tema no ceja en su empeño de conquista, presagiando un futuro de dicha, que no pasó de la canción.
Carmen Delia conformó su hogar con un Carmero, siempre trabajó como enfermera del Hospital Montecarmelo del Carmen de Bolívar y reside en San Jacinto.
Las Palmas, de unos cinco mil habitantes, fue afectada por la violencia y un día todos se desplazaron.
Allá, en ese ambiente sabroso, de fiestas y de burlas ingeniosas, propias del nativo trabajador y jacarandoso, nació hace 54 años, Duvàn Enrique Cerpa Reyes, nieto de la vieja Zenaida, a quien ayer despedimos los del propio pueblo.
Duvàn, con una cara de niño grande, risueño, frentero, leal, nunca se cuidó de sus dolencias.
Tenía diabetes como muchos.
Era bohemio y hacia su trabajo sin muchas junteras.
Era un obrero del arte, que se ponía el overol y vendía bien sus cuadros, quizás sin cuidarse de la crítica y sin pretender grandes exhibiciones.
No tenía catàlogo ni salones de fama.
Su galería era la sala y los cuartos de su casa del barrio Argelia, cerca de Los Mormones, donde bebía guaro y comía pollo asado con las manos peladas, riéndose con sus amigos, rodeados de pinturas que revivían en medio de las parrandas.
Su vida fue una aventura.
En Medellín una bala extraviada le atravesó una pierna y jamás pudo recuperarse plenamente.
Así como vino se fue, sin grandes protocolos.
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